martes, 2 de agosto de 2011

Nayarit

"Hijo de Dios que está en el cielo y en el Sol", eso significa, en lengua cora, la palabra Nayarit.
Pasamos sin pena ni gloria por ese estado de la República mexicana. Era un húmedo y caliente amanecer. Ya comenzaban a verse mas y mas tonalidades verdes. El desierto había quedado atrás.  Hicimos solo una "parada técnica" en un area de descanso. Bajé del bus a comprar café. Había escarabajos negros por todos lados. Tuve cuidado de no pisarlos. Parecían pinacates, y esos bichos apestan muy feo si los aplastas o si se sienten amenazados. Había llovido, aparentemente gran parte de la noche.
Ojos arenosos, huesos adoloridos, músculos tensos. Era la condición en la que nos encontrábamos todos (supongo) después de mas de 30 horas de viaje. Nayarit no era destino para nosotros esta vez. Solo estuvimos de paso y nos detuvimos brevemente un par de veces.
Las vecinas del asiento a mi derecha, pasillo de por medio, comenzaban a perfilarse como personajes especiales. Debían andar rondando los setenta años de edad. Una tejía, la otra hablaba y hablaba. Nietos, dolencias, puntos de tejido, necesidades fisiológicas no satisfechas del todo, laxantes y diuréticos. Medicamentos  horarios y necesidades alimenticias especiales. Aquello pintaba para peor a medida que avanzábamos en nuestro recorrido. Las señoras no bajaban mucho el volumen. Parecían ir concentradas en lo suyo sin tomar en cuenta a nadie mas. Gran error de primera impresión. Eran unas "metomentodo" como pudimos constatar mas temprano que tarde. "Doloritas y Crisanta" las llamaré porque de alguna manera habría de identificarlas. Doloritas, la tejedora. Mas apasible y moderada que su amiga. Crisanta, la parlanchina. Debió sufrir alguna embolia o parálisis facial en el pasado. El lado izquierdo de su rostro daba la impresión de estar derritiéndose. Condición que no le impedía socializar en lo absoluto.
Una señora con estropajosos cabellos rubios a fuerza de decolorantes. Alta, de ojos verdes muy pequeños, hundidos en un mar de arrugas prematuras y la voz mas desagradablemente aguda que he escuchado en mucho tiempo venía con su marido. Nada mas al vernos, nos contó que estaba recién operada de no se que cosa. Luego procedió a levantarse la blusa y mostrar la evidencia a quienes quisieron ver. Añadió que no podía comer alimentos sólidos, que estaba convaleciente y que se sentía muy mal. Contó con pelos y señales el procedimiento quirúrgico al que fue sometida. Había perdido 16 kilos con el procedimiento dijo. Iba enfundada en unos ajustados leggins azules que no dejaban nada a la imaginación. Llevaba una blusa roja y muy corta ceñida al cuerpo. Sus huesos afilados y la escaséz de carne donde la espalda pierde su nombre eran como un imán para la vista de todos. Imagino que la pregunta era unánime: ¿cómo, en el nombre de todos los cielos, se había animado esa mujer a vestirse así? ¿Qué le había dado valor para semejante suicidio del buen gusto?
Hasta los niños, al verla, no podían evitar seguirla con la vista haciendo gestos de ¿what?
El colmo fue el añadido hecho con énfasis: "estaba harta de que su marido la celara tanto desde que había perdido peso"
Ellos eran la señora hipocondríaca y su celoso señor marido.
Mis vecinos del asiento posterior.

¿Cómo fue que se me ocurrió hacer ese viaje en autobús?
Me hice muchísimas veces esa pregunta durante el recorrido.

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